jueves, 15 de diciembre de 2011

XXXV


     Desde ese momento la normalidad en mi casa iba a ser una excepción. La
bebida comenzó a sacar fuera la parte mas siniestra de mi padre. Uno de
los rasgos de ese alter ego terrible eran los celos exagerados. Desde que se
casaron mis padres estuvieron juntos todos los días de su vida, se veían
por la mañana, por la tarde, por la noche. Pero se ve que a mi padre le
afectó demasiado esa separación cotidiana, el hecho de tener que estar muchas
horas diarias fuera de casa, porque cuando volvía le hacía a mi madre
preguntas del tipo dónde has estado, a dónde has ido, has ido sola o no,
has hablado con alguien, y demás. Mi madre más por nervios que por error
se trabucaba, titubeaba, se contradecía incluso, y ese era el momento en
que mi padre se levantaba dando gritos, tiraba el plato de comida contra
la pared la agarraba por los pelos y la arrastraba a la alcoba donde se
liaba a darle golpes y patadas.
     La primera vez que le vi hacer eso intenté detenerlo, pero fue peor el
remedio que la enfermedad, pues me tiró un puñetazo directamente a la nariz
que me dejó inconsciente en el suelo. Cuando recobré el sentido vi a mi madre
tumbada en la cama, con el rostro desfigurado de los golpes, y pensé que
a lo mejor mi padre se hubiese conformado con darle un par de hostias y que
mi intervención no hizo más que enfurecerlo. A partir de entonces tanto mi
madre como yo nos mantuvimos pasivos ante las palizas que mi padre propinaba
al otro, con la vana esperanza de que no intervenir era la mejor manera de
no empeorar las cosas.
     Como las palizas dependían más de la cantidad de alcohol que bebía mi
padre que de errores nuestros, mi madre y yo vivíamos en un continuo estado
de alerta, pues nunca se sabía cuando era el día nefasto. Bastaba con verle
entrar por la puerta y mirarle los ojos para ver que traía al Otro dentro,
y entonces daba igual lo que pasara o se dijese que tarde o temprano cualquiera
de los dos se llevaría lo suyo, aunque debo de reconocer que mi madre siempre
se llevaba la peor parte. En general él no tendía a echarme las culpas de
sus desgracias, y sólo me pegaba cuando veía en mí un comportamiento que
él creía que debía corregir, de modo que paradójicamente se podría decir
que, a pesar de que me inflaba a hostias, él se portaba como un buen padre,
porque se supone que lo hacía por mi bien.
     Mi madre en cambio recibía por todo. Un día llegó, entro en el cuarto de
baño a mear y vio que alguien había cagado y no había tirado de la cisterna.
Comenzó a gritar como un poseso, que si estoy harto de trabajar y tu te
quedas aquí a rascarte el coño, que si tienes la casa como un basurero y cosas
por el estilo, hasta que agarró a mi madre por los pelos y le hundió la cara
en la mierda del váter una y otra vez y se puso a darle golpes en los costados
y en las piernas hasta que la puso de rodillas. Mi madre asqueada vomitaba
sobre la mierda y mi padre volvía a hundirle la cara en su propio vómito
hasta que, seguramente más asqueado de los olores que avergonzado de sus
actos, tiró de la cisterna y la dejó allí arrodillada y gimiente. Desde la
cama yo escuchaba a mi madre en el lavabo y me la imaginaba lavándose la cara
con resignación, segura de que podría quitarse la suciedad pero no la
humillación. Yo en cambio lloré a moco tendido, comido de remordimientos por
habérseme olvidado tirar de la cadena.

     Otro día llegó con ganas de joder en más de un sentido. Cuando entró me
miró como a una visita que se pretende echar y comenzó a darle la murga a mi
madre. Ella le hacía señas de que yo estaba delante, pero él me miraba con
desprecio, como calibrando que por mi edad ya debía saber lo que era la vida.
Mi madre se resistía con esa terquedad del que se sabe con la razón y piensa
que sólo por eso el otro ya va a ceder. Pero cuando mi padre se encabronaba
no había más razón que sus cojones, y comenzó a instigar a mi madre con
acusaciones de adulterio, que si yo se que mientras yo me parto los cuernos
trabajando tu me los pones, que si eres una puta, que si te gusta
más una polla que a una perra, que  con los otros no te da vergüenza que te
vea el niño, a lo cual mi madre no respondía, no sólo porque era la mujer
más sumisa y menos coqueta que pudiera haber, sino porque se preparaba
resignadamente a su castigo inmerecido. Cuando ya se calentó los nervios con
sus propias invenciones se fue para ella y comenzó a darle puñetazos. Mi madre,
a pesar de que era mujer recia, perdió pie al tercero, momento en que mi padre
la enganchó por los pelos y se la llevó a cuatro patas hasta la alcoba. La
tumbó en la cama, le rompió le vestido y las bragas y la cabalgó con más
interés por hacerle daño que por satisfacerse a sí mismo. Terminó en menos de
un minuto, se levantó como el que ha hecho una gracia, se subió la cremallera,
y salió de nuevo para la calle, no sin antes dirigirme una mirada como diciendo
la culpa es tuya. Yo me levanté, cerré la puerta de la alcoba para no ver a
mi madre desnuda, y me puse a barrer los mechones de pelo que había por
el suelo.

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