martes, 29 de noviembre de 2011

XXI

     Has deambulado por la ciudad, has recorrido calles y plazas buscando
no sabes bien qué has cruzado el Río tres veces, paseas solitario por una
ciudad donde la gente parece haberse ido a dormir como el que descansa en
paz para siempre. La tercera vez que pasaste por el Puente me distinguiste
a lo lejos, escondido entre las ramas de un gran ficus que se enseñorea del
Altozano. Me miraste con gesto extrañado, te acercaste a mí y me contemplaste
más de cerca, hasta que te tuve que preguntar qué te pasaba, qué buscabas
y si sabías quien era. En esta ciudad de la Muerte cuya religión fue el Toro
yo llegué a ser el sumo sacerdote de las masas, aquí en Triana, mi barrio,
me conocieron como el Pasmo. Este mismo puente que tú has andado tres veces
lo crucé en volandas la tarde de mi primer triunfo, y la masa me paseó en
andas sobre el paso de la Virgen. Mira bien mi estampa, verás que me falta
el torso o que acaso es de aire. Yo fuí aquel que dije que para enfrentarse
al toro había que lidiar olvidándose de que uno tiene cuerpo, y así fue como
llegué a plantar los pies en tierra y dejar que la muerte me embistiese
envolvente hasta convertirme en el centro del universo táurico. Ven, sube por
detrás y asómate a esta ventana que me roba el pecho, y verás que bajo la
Catedral del Dios-Hombre está  la del Dios-Toro. Mira en la lejanía a esa
Giganta toreando en redondo la mole colosal de la Montaña Hueca, parecería
que ambas hunden sus pies sobre el albero maestrante, ese del que yo fuí
rey y señor para siempre en la historia. Siempre estuve obsesionado con la
muerte, siempre pensé que José me superó por morir en el coso, sacrifiqué cientos
y cientos de toros para alcanzar la gloria, y no contento con ello acabé
quitándome la vida cuando sentí la juventud lejana. La Muerte, ¡menudo
misterio! Yo sé que tú has llegado a matar, lo veo en tu mirada asesina, lo
huelo en la sangre seca de ese cuchillo que escondes en el abrigo, pero seguro
que eres de esos que sólo han matado por robar, por placer o por miedo, pero
nunca como ritual. La gente siempre pensó que yo me ponía ahí en medio para
practicar una suerte de deporte con el que me hice multimillonario, pero yo
sólo quería cumplir con un ritual eterno, el del cazador que se enfrenta a la
bestia y sale victorioso, ¿has hecho tú eso alguna vez? En este país regado
con la sangre del animal cuya piel le da forma aún hay gente como tú, capaz
de sacrificar un dios para el resto de la humanidad. Tú dices que no, que tú
no eres un asesino, que no matas sin razón, pero yo digo ¿no tienes acaso la
profesión de la muerte en la sangre? ¿De dónde ha salido ese cuchillo que
a tantos cuerpos se ha asomado? Mira allí, por la calle Betis viene un animal
tambaleándose. Tú lo conoces, lo has visto limpiar botas y beber en las
tascas y los colmaos del Arenal, alguna vez habéis cruzado una palabra o
una mirada, ambos sabéis que el otro también porta un arma, ¿serías capaz de
matar un animal en el ruedo, luchar contra sus pitones y no sacrificándolo
mansamente en los corredores de un matadero de paredes de azulejos sucios?
La sangre te hierve en las venas, es la primera vez que sientes el ansia de
matar ante alguien que es fuerte y rudo, que podría acabar contigo. Te vas
hacia él con el cuchillo en la mano, has sido valiente yéndole por derecho,
él te ha visto y también ha sacado su navaja, más pequeña y ligera que tu
cuchillo, más fácil de manejar. Te ha mirado e insultado, te ha dicho algo
acerca de los cojones, tú sólo ves sus ojos y su navaja, te acercas a él,
estáis encima el uno del otro, ninguno se atreve a lanzar el primer navajazo,
tú porque no sabes si eso puede perderte y él porque sabe manejar la de
Albacete. Lanzas un cuchillazo al aire que él esquiva y te lanza un navajazo
que te raja el abrigo y te hace un rasguño en el brazo que te quema. No es
nada profundo pero sabes que la sangre comenzará  en breve a salir por ella.
Estás pensando que en un fallo ya te ha hecho sangre, y que en un acierto
puede dejarte en el sitio, por primera vez en tu vida no parece importarte
la vida, sólo la muerte, la de él o la tuya, y te lanzas sobre él con todas
tus fuerzas, él ha intentado clavártela en el vientre pero tú te has
encogido y le has agarrado la mano, él te ha dado una patada muy fuerte que
te ha hecho tambalearte, y ambos habéis vuelto a la distancia. No sabes cómo
vas a salir de esta, te separas un poco, has visto un adoquín en el suelo,
lo coges con la mano, sabes que si eres certero lo puedes tumbar, se lo tiras
a la cabeza y aunque lo esquiva le da en la boca, se le cae la navaja al suelo,
vas corriendo a darle una patada al arma, pero él la coge veloz, aunque para
ello ha tenido que ofrecerte la cerviz, y tú has aprovechado para lanzarle
un cuchillazo en la paletilla y atraversarle la espalda.

 Te has retirado para evitar enzarzarte, él se curva hacia atrás vuelves a coger el adoquín
y se lo lanzas a la cara; ahora le ha cogido con los ojos cerrados y se ha
estampado en su nariz, cayendo al suelo. Vas hacia él, le pisas la mano de
la navaja hasta que la suelta, y te vuelves a retirar, está  a tu merced,
me miras a mí que presido la corrida y saco el pañuelo para que ejecutes la
suerte suprema, le das la vuelta, lo pones como a cuatro patas agazapado,
él se retuerce de dolor, y tú le lanzas otra cuchillada en la espalda, y otra,
y otra, y otra, y otra, y otra, y otra, y otra, y otra, y otra, borracho de
sangre, has vencido a tu rival, te corresponde cortarle las orejas por haber
vencido con valor. Está totalmente muerto, ya no se mueve nada, está  todo
encharcado de sangre, incluida su caja de madera. Veo pasar gente a lo lejos
por el Paseo de Colón, pero nadie puede saber qué es lo que ha pasado aquí,
porque no se puede ver desde tan lejos nada de todo esto. Estoy cansado,
quiero irme a casa. Me escuece la herida.

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