sábado, 5 de noviembre de 2011

V

     Durante los primeros meses que vivimos junto al cementerio mi padre
mantuvo intacto su ánimo y siguió creyendo que lo contratarían allí tarde o
temprano. Se levantaba por las mañanas y se iba al cruce de San Lázaro
a ver pasar los carruajes y camiones que traían los ataúdes, sorprendido por
ver más enterramientos en un solo día de los que el despachaba en todo un
año.
     Conforme paso el tiempo se fue desengañando de sus vanas ilusiones y
tanto él como mi madre se vieron obligados a pedir limosna para sobrevivir.
Gracias al aspecto intimidador de mi progenitor ambos se hicieron un sitio
en la puerta del cementerio por lo que pudieron ganarse la vida a costa
de dar pésames, hacer rezos en voz alta y echar una mano a los familiares
cuando hacía falta. Aquella ocupación permitió que siempre tuviésemos algo
caliente que llevarnos a la boca, pero también nos condenó a vivir en una
chabola al margen del resto de la gente.
     Por aquel entonces yo contaba con cinco o seis años y como mis padres no
tenían medios para llevarme a la escuela y necesitaban de las cuatro manos
para conseguir dinero suficiente, se dieron a soltarme libremente por el
cementerio con la expresa prohibición de que nunca traspasase la puerta
trasera, cosa que sólo hice cuando ya fui más mayor.
     Me gustaba seguir los cortejos desde principio a fin, desde que entraban
compuestos y serios, con los llantos de las mujeres más allegadas, hasta que
los enterradores sacaban las maromas por debajo de los ataúdes o enfoscaban
el nicho ante el desconsolado gimoteo de los presentes. Me gustaba el sonido
de las cuerdas rozándose con la madera, el olor de los cipreses cuando
soplaba el viento y el de las flores cuando llegaban las viudas a adornar
las tumbas. Me gustaba ver a los obreros encalando una larga pared de nichos,
el sonido de mis pies cuando corría por el suelo de chinos, el salpicar del
agua llenando los cubos azules. Pero lo que más me gustaba es que, pasase
lo que pasase, ya fuese en una solitaria visita a la tumba de un familiar o en
el multitudinario cortejo de despedida para un fecundo patriarca, todos
se marchaban de vuelta hasta trasponer las puertas dejando para mí un
compañero m s, una nueva lápida que reconocer, una nueva efigie de santo que
observar, un nuevo ramo de flores para oler.

     Yo era un niño solitario y tristón. Mis padres habían tenido otros dos
hijos, pero ninguno de los dos sobrevivió al primer mes de vida. No tuve
más amigos que mi propia soledad, ni más campo de juego que los estrechos
callejones entre tumbas y nichos, ni más lectura que las reiterativas
fórmulas de las lápidas, ni más jardín que los oscuros cipreses. No tuve
más educación que la muerte.
     

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