domingo, 6 de noviembre de 2011

VII



En mitad de la madrugada la Ronda parece desértica. De vez en cuando
cruza el aire frío de la noche algún peatón presuroso, alguien que ya anda
de recogida o que a lo mejor tiene uno de esos trabajos que le recuerdan
cada mañana la maldición divina del Edén.
Como plantas vivas, que parecen estar quietas o inertes pero que se
mueven de manera imperceptible para el ojo humano, las farolas curvan su
espigado tallo sobre las orillas de la ancha calzada de Menéndez Pelayo, en
la que cada cierto tiempo aparece algún vehículo fugaz, de nuevo un
trasnochado en retirada o un madrugador al cumplimiento de sus obligaciones.
En el hueco de uno de los parasoles de China que arborean la avenida
se ve un bulto informe, oscuro y cochambroso que desde cerca se presenta
como una anciana vagabunda y su perro. Ella es vieja, viejísima, como la
pobreza, como la esquizofrenia, como el desarraigo, como la soledad. Él sería
mestizo de pertenecer a la clase media, pero conforme al estatus social de su
ama no es más que un chucho. Ambos están sucios y descuidados, y parecen no
querer aspirar a otra cosa que a pasar desapercibidos...


El cielo azulón empieza a clarear, cada vez el intervalo de tiempo entre
peatón y peatón es más breve, cada vez los coches aparecen más sincronizados
con el ritmo que marcan los semáforos, los gorriones pían insistentemente,
el relente va dejando paso al vientecillo fresco de la mañana, al olor a
gasolina, y en algún edificio alto se observan anaranjamientos que preconizan
el orto solar. Huele a café obligatorio; ya no hay nadie en el hueco del
árbol.
Pasar la mañana como un ajetreo continuo de automóviles y viandantes,
de amas de casa, trabajadores y estudiantes, de gente ociosa, de gente
ocupada, llegar el mediodía cargado de sol y de soplos tibios, de olor a
fritos y guisos, de olor a todo porque cuando hay hambre el olfato se dispara
en busca de la vida, llegar la tarde cargada de tristeza, de olor a café
voluntario, de compras y más compras, y poco a poco, a la inversa que al amanecer, la luz irá a menos, los peatones se harán más esporádicos y los
coches más enumerables.
Aún es noche temprana, la Ronda muestra actividad de gente que va de un
lado a otro sin prisas, hablando o riendo, con el deseo de beber o el recuerdo
de haber bebido, ya no trabaja casi nadie, sólo los camareros, los conductores
de autobús o los taxistas, y la ciudad es una gran aldea multicolor, fulgente
como las albas luces de las farolas o el amarillear de los faroles, blanca
como los faros de coches y motos que crecen y decrecen con la fugacidad con
la que pasan, o bermeja, como el rojo de esas huidas, ambarinas como el
cambio de dirección, significativa, como el repertorio policromático de
carteles de tiendas, bares y bancos; bella, como todo lo que nace de la
maravilla.



Ahí va el bulto andrajoso y encorvado, con sus varias capas de prendas redundantes, variadas en las tallas ya que no en los colores, con su calzado cada vez más imitador del inhóspito suelo, con su hatillo enorme cargado sobre la espalda, en el que guarda ropa y más ropa, un cuchillo de larga hoja
y algo de comida, y algo de dinero, y algo de lo que sea, pues innumerables
son las necesidades humanas.
     Va de un lado a otro, como si pareciese buscar algo. Su perro, que a
veces la sigue y otras tira de ella, va marcando cada tronco según su instinto
y su olfato le indican, hasta que se para en uno concreto, seguramente aquel
con cuya marca de orina se siente más identificado, probablemente el mismo
de la noche anterior, y de la anterior de la anterior, y...
     Sevilla no es la India, donde los parias duermen en las calles. Aquí
sólo duermen una mínima parte de ellos, pero algunos, como es el caso de
esa vagabunda que habita en Menéndez Pelayo, sigue la misma costumbre de
limpiar todo aquel trozo de la acera que se piensa ocupar, como si el no
tener casa no eximiera de su limpieza. Después de un buen rato arrancando
carteles de las farolas, recogiendo papeles del suelo y reciclando alguna
colilla que otra, ambos llegan a la conclusión de que es el momento de
descansar, y se sientan en el hueco del  árbol, se aprietan el uno contra el
otro hasta encontrar la postura en que la estabilidad y la comodidad es
máxima y la fuga de calor corporal es mínima. Él aún mueve el rabo, ella
se ajusta de vez en cuando, van pasando los minutos, por la acera de enfrente
camina un peatón presuroso, la Ronda parece desierta, en el hueco donde antes
estaban la vieja y su perro sólo queda un bulto informe, oscuro y
cochambroso.

No hay comentarios:

Publicar un comentario