miércoles, 30 de noviembre de 2011

XXII

     Alta, rubia, ojos azules, obesa, de unos cuarenta y largos años,
probablemente de origen germano. Es inseparable de su carro de hipermercado
en el que lleva apilados todos los enseres que puede considerar de su
propiedad.

     La propiedad para un vagabundo es un concepto mucho más etéreo de lo
que lo es para el resto de los indivíduos. Ellos causan en los demás una
impresión parecida a la que provocarían los últimos cazadores y recolectores
nómadas en los habitantes de las primeras civilizaciones: Seres egoístas,
astutos, incapaces de respetar norma alguna, que voluntariamente eluden
formar parte de esa sociedad que no los respeta. La ley siempre favorece al
que la hace...
     En ese carro lleva ropa, algún que otro objeto fetiche de indefinible
valor personal, botellas de licor y toda la comida que puede llevar sin que se
estropee, y que como es natural es más abundante en invierno que en verano. Lo
de la comida no es asunto baladí. Llama la atención ver a una persona sin
medios económicos con un sobrepeso tan manifiesto: Posiblemente está en torno
a los cien quilos.
     Se le ve andar por esa larga vía que forman San Jacinto con Reyes
Católicos, desde San Martín de Porres hasta la Magdalena, si bien ella sólo
la recorre para proveerse de lo necesario. No se sabe bien de donde saca el
dinero pues pedir, lo que se dice pedir, no se le ve mucho. Aparte de esos
recorridos en los que entra en cualquier supermercado a comprar algún producto
en concreto, y puede que a robar, la mayor parte de su tiempo lo emplea en
estar tirada en el suelo, cosa llamativa por su enorme tamaño, comiendo con
fruición algún pastel o bebiendo a buches de una botella de ron o whisky.
Sólo se levanta para andar unos metros, meterse entre dos coches que están
algo más separados y mear o cagar a placer, eso sí sin limpiarse.

     A veces encuentra algún colchón en la basura, y entonces se lo lleva a
la calle Cristobal Morales, donde puede dormir resguardada, y lo tumba allí.
Mientras ella está  encima puede estar tranquila, nadie se mete con ella, es
más ella puede ver el efecto disuasor que su fétido olor corporal causa en
los demás. Puede que duerma durante varios días seguidos en él, pero tarde
o temprano llegan los limpiadores del Lipasam y se lo llevan, no quedándole
otro remedio que volver a dormir sobre sus sucias mantas en el duro suelo
hasta la próxima ocasión en que halle otro.
     Muchas veces encuentra objetos que le gustan, pero se ve obligada a
dejarlos pasar por no tener siquiera un rincón donde guardarlos. Ella no
necesita una vivienda de protección oficial, lleva muchos años al raso;
se conformaría con una pequeña porción de calle, no más de veinte metros
cuadrados, en los que tener algunas de esas cosas, como colchones viejos,
algún sofá  vencido, incluso algún mueble caprichoso.
     Nadie sabe exactamente de donde ha venido, cuando ha venido y, sobre
todo, por qué y para qué. Cómo una persona tan atípica acaba dando con sus
huesos en una ciudad meridional a miles de quilómetros de su lugar de origen,
es todo es un misterio. Sólo queda pensar que si no ha vuelto a su país es,
o porque no ha podido, y la impotencia es el rasgo mas definitorio de casi
cualquier sin techo, o porque no ha querido, en cuyo caso no cabría
expropiarle a ella de ese derecho de aposentamiento que se le concede a otros
extranjeros de mayor poder adquisitivo.

     Allá  va, gorda y apestosa, con un esquijama azul de rayas amarillas,
empujando un gran carro de hipermercado cargado de porquerías...



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