jueves, 10 de noviembre de 2011

X

     Vas andando por los alrededores de mí, te has parado delante de la
fastuosa puerta que Juan de Oviedo hizo para el convento de la Merced, te
gustan las columnas salomónicas, te apetece tocarlas. Te advierto que no lo
hagas, porque dentro de ese edificio están mis obras, las pocas que
sobrevivieron en mi tierra tras siglos de especulación, expolio y traslados.
Ven aquí, junto al pedestal de mi enorme mole; yo, el alma del Barroco
sevillano, exagerado hasta el gigantismo, fecundo genio de esta tierra que
en mis huesos sufrí el mismo destino que muchas de mis obras, y que ya sólo
habito en este bronce verdoso, me mantengo despierto e incólume, siempre en
guardia, para evitar que vuelvan a llevarse mis cuadros una vez más. Te he
visto venir por la calle de San Vicente, sé que has estado largo rato en su
plaza trasera, paseando entre los naranjos, girando en torno a la cruz de
mármol que cerca una reja, y que indica que todo el subsuelo de la plaza está 
relleno de esqueletos de una fosa común, la que se tuvo que abrir para
enterrar a los muertos por la peste del moquillo, esa que mató a doce mil
sevillanos en plena época de apogeo de la ciudad, cuando las extrañas
enfermedades que arribaban a puerto eran el inevitable corolario de las
toneladas de metal precioso que venían de las Indias. Pero esa no sería la
peor, ya lo creo que no. A mí me tocó vivir y sobrevivir la epidemia más
mortífera que ha conocido esta tierra. Yo contaba por entonces treinta y pocos
años, en pocos meses la Gran Babilonia decadente terminó de perder el poco
brillo que aún atesoraba, enfermó casi toda la ciudad, murieron la mitad de
sus gentes, quedó el aire multicolor de Sevilla vacío de cuerpos vivos y
saturado del olor putrefacto de la muerte. Ya nadie hablaba con nadie, todos
desconfiaban de todos, las casas se quedaban vacías, los palacios eran
sustituidos por conventos, la piedad se apoderó del pueblo, yo mismo perdí a
muchos familiares, pero pude vivir dignamente a base de pintar aquello en lo
que creíamos, o lo que no teníamos, o lo poco que nos quedaba. La belleza que
emana de la destrucción: Mis niños descalzos eran sublimaciones del hambre y
la orfandad, el celeste manto de María era la catarsis del pesimismo, la
belleza de Sevilla es la flor abonada por la calamidad. ¿Qué‚ harías tú si
supieses que una nueva peste iba a apoderarse de la ciudad? ¿Te irías o
lucharías?¿Y si aún hubiese un único infestado?¿Habrías matado sin reparos
al primer humano que padeció el sida, o la malaria, o la peste? Quién sabe;
también en los momentos previos a la epidemia que me tocó vivir la ciudad
vivía despreocupada como hoy, y dormía relajada como ahora, y entonces, en
algún barco recién atracado, en el aliento de algún marinero errabundo, ya
viajaba la Muerte depredadora. Tú ya lo sabes, y por eso sales andando en
busca de Ella, puedes salvar miles de vidas, seguramente la tuya también, y
por eso sales andando en dirección a la Puerta Real, pero sin saber bien por
qué giras hacia Gravina, sabes que ahí hay pensiones baratas, que allí llevan
los hombres a las furcias que encuentran para contagiarse y allí ves venir a
uno, es bajito, gordito y calvete, va de la cintura de una tía más alta que
él, seguramente es una puta que piensa follarse, y no se da cuenta de que
ese gustito os va a fastidiar a todos, y té te acercas a él y sacas el gran
cuchillo,él se encara contigo, ella sale corriendo como sólo las fulanas
saben hacerlo, él intenta correr tembién, pero tú le lanzas un tajo al cuello,
el se queda paralizado viendo la sangre caer, comienza a pedir socorro, pero
tú lo metes en la calle de al lado, que es oscura y acodada, y lo agarras con
las dos manos y le golpeas la cabeza contra la pared una y otra vez hasta que
se calla, hasta que se queda quieto, aún te mira con sus ojos asimétricos
y repugnantes, pero aún te queda algo por hacer, porque si ya tiene la
enfermedad, es preciso que le cortes la polla, que es donde estén los
microbios, y le bajas los pantalones, y los calzoncillos, y le coges la polla,
se la estiras como si fuese un trozo de goma, y la cortas de un golpe seco
y salta mucha sangre, y le vuelves a subir los pantalones que se van manchando
de la sangre que va saliendo, y le abro la boca, su boca asquerosa de vicioso,
y le meto dentro el cacho de polla que le he cortado, y le meto los dedos
dentro para empujarla hacia la garganta para que se la trague, pero como está 
muerto ya no deglute, y se me tropiezan los dedos con la lengua, y se le
manchan los pantalones con la sangre, pero ya no puede contagiar a nadie más.

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