domingo, 20 de noviembre de 2011

XX

     Desde aquel momento yo pasé a considerarme habitante del cementerio.
Recuerdo que siendo más mayor me encontré una vez a un recluta que parecía
perdido. A pesar de mi aspecto zarrapastroso se dirigió a mi, empujado por la
desesperación de que le pudiera coger la noche en ciudad extraña. Me preguntó
que por dónde se iba a San Fernando, seguramente con la intención de hacer
autostop. Yo le dije que vivía allí y que le acompañaría, y el chaval me
siguió perplejo, con esa docilidad que da la timidez. Andamos durante diez
minutos en silencio, yo delante y él detrás. Cuando llegamos al cruce
y él se vió a las afueras de la ciudad, frente a un cementerio y acompañado
por un individuo como yo se puso a gritar descompuesto y salió corriendo
entre los coches de la carretera.

     Muchas noches, aunque no todas, me levantaba sigilosamente del camastro
y me escapaba en dirección a la boca de mi túnel, que estaba más cerca de
nuestra chabola que de la puerta de entrada. Nunca podré olvidar la sensación
de excitación de mi primera noche en el cementerio, y cuando digo excitación
no lo hago en el sentido que la gente puede pensar; yo jamás creí en dios
ni en la virgen, ni tampoco en santos ni demonios, ni en espíritus, ni en
hombres del saco, ni en fantasmas o apariciones. Para mí sólo han existido
los vivos y los muertos, y hacia estos yo he podido sentir simpatía, deseo
o compasión, pero nunca miedo. La excitación se debía a que había conseguido
hacer mío ese lugar que hasta entonces sólo podía visitar como el resto de los
vivos, entrando después del primero y saliendo antes del último.
     Era una noche de invierno. Hacía mucho frío y el relente hacía titilar
la infinitud de estrellas. La luna estaba casi llena y separaba con su brillo
las oscuras siluetas de los cipreses de los blancos mármoles. Yo podía andar
por el cementerio aun con los ojos cerrados sin errar un paso, por lo que esa
luz de la luna la agradecí más por su belleza que por su utilidad. Me llevé
varias horas recorriendo las solitarias calles, deseaba
contemplar todos mis rincones favoritos a la luz de ese brillo blanquecino,
sin gente alrededor, sin ningún movimiento que perturbase la serena belleza
de la quietud. La multitud de tumbas de suelo semejaban montañas de sal
sembradas de cruces, las calles de los nichos se partían rectamente en dos
haces de luz y sombra, los grandes panteones se recortaban en el cielo
oscuro, brillaban las caritas de los angelitos de los parvularios, al Cristo
de las Mieles parecía surgirle un aura tras su cabeza, el rostro de Joselito
parecía más pálido que nunca, la virgen de la tumba de Villegas extendía su
negro manto por el extenso suelo, se oía el maullido de los gatos, y los
contornos de  ángeles y santos se quedaban quietos esperando a que en mis pasos
decidiese acercarme a visitarlos.
     Retorné a casa antes de que se hiciese de día, pero apenas pude pegar
ojo. Esa mañana, cansado y soñoliento, pase‚ malhumorado por las mismas calles
que la noche anterior fastidiado por la presencia de tanta gente. Después de aquella noche yo me sentía con el derecho, si no a la propiedad de aquella ciudad, sí con el de
pertenencia, y miraba a los visitantes y trabajadores como incómodos forasteros a los que uno no podía echar pero que deseaba verlos partir.
     Por desgracia, a la quinta o sexta noche de visita del cementerio sufrí
la decepción de comprobar que ese lugar que yo creía mío era visitado
frecuentemente por otras personas. Esa noche yo sentí voces lejanas que al
principio creí que provenían del exterior, pero comprobé que aumentaban
conforme me alejaba de los muros. Por un lado sentí miedo. No desde luego a
ningún ente sobrenatural, sino a aquellos desconocidos que invadían ese
lugar que yo consideraba íntimo y de los que no sabía que podía esperarme.
Por otro lado, estaba tan orgulloso y ufano de mi conquista de días atrás
que me creí en la obligación no de intervenir, pues apenas era un niño, pero
si al menos de vigilar, de controlar.
     Empecé a andar en dirección al lugar de donde parecían venir las voces
mientras las iba situando en las calles que almacenaba en mi mente. Conforme
me acercaba pude distinguir que sólo eran dos voces, un hombre y una mujer,
pero no pude distinguir nada de lo que hablaban, pues lo mismo susurraban
que soltaban frases en voz alta, a veces parecían reír y otras parecían
llorar. Cuando ya los tuve al alcance de mi vista vi a una mujer de unos
cuarenta años, seguramente una puta, y un chaval de unos veinte. Ella estaba
sentada sobre el borde de una tumba muy baja, con las piernas algo abiertas
y él estaba frente a ella y de pie. Ella masticaba un chicle con la boca
abierta y le decía cosas que yo no podía entender muy bien. Él respondía como
de mala gana, como impaciente por algo. Vi como le desabrochaba los pantalones
y se los bajaba, y como extraía de su abultado calzoncillo su polla tensa e
incircuncisa. Ella comenzó a meneársela rítmicamente mientras el chaval
levantaba los ojos al cielo o los cerraba. Después vi como ella se sacaba el
chicle de la boca, se metía el miembro en su lugar y continuaba con la cabeza
el vaivén al mismo ritmo que antes movía la mano. Al minuto o así el chaval
comenzó a moverse espasmódicamente, hasta que se quedó quieto y laxo, como
muchas de las estatuas que ponen sobre las tumbas.

     Yo asistí perplejo a ese episodio con una mezcla de miedo por la
identidad de los forasteros, de rabia por ver invadida mi soledad y de una
excitación parecida al día de la tostá  de manteca colorá . Todavía me mantuve
quieto esperando a que se fueran e hice tiempo porque temía que ellos hubiesen
podido entrar por el túnel que yo había construido. Mientras pasaban los
minutos volaban los pensamientos en mi cabeza, y se me aparecían una y otra
vez las imágenes contempladas. Pasado un tiempo prudencial me fui a la puerta
del túnel. Cuando destapé la tapa comprobé que no habían podido entrar por
allí, pues la mujer olía desde lejos a uno de esos perfumes dulzones que
enmascaran el olfato a fuerza de saturarlo, y en el túnel olía sólo a tierra
húmeda. Como siempre, tapé la abertura, salí corriendo temiendo que alguien
me viese y llegué a mi casa.
     Una vez en la cama volvieron a asaltarme los mismos pensamientos e
imágenes. Mi sexo estaba duro, yo no sabía bien que le pasaba, yo me lo
palpaba como extrañado pero agradado, hasta que sin saber como me vi
meneándomelo como vi a la mujer con el chico, a resultas de lo cual tuve el
primer orgasmo de mi vida.
     La sorpresa por esa nueva sensación, que repetiría cinco minutos mas
tarde, desplazó en mi mente los pensamientos precedentes, procurándome una
placidez y un reposo que me ayudó a conciliar el sueño.

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