viernes, 2 de diciembre de 2011

XXV

     Yo contaba con diez años cuando mi padre desapareció una mañana. Mi
madre, que parecía saber donde estaba, respondía con evasivas a mis preguntas.
Al cabo de varios días apareció de nuevo y parecía otro. Estaba afeitado,
vestido más limpio de lo que yo lo hubiese visto nunca, y andaba distinto,
como más recto.

     Al parecer había seguido el consejo de un conocido suyo y se había ido
a pedir a la ciudad, decidiendo por su cuenta pernoctar varios días allí
para ver si era posible llevarnos a nosotros para allá. Y hete aquí que
se enteró de que en el matadero hacían falta un par de matarifes, profesión
que mi padre, como todo pastor, conocía más o menos. El día que apareció
había venido con una vieja camioneta para meter en ella todo lo que pudiese
caber en ella y mudarnos a la ciudad.
     Yo estaba confundido y acongojado, no sólo porque me separaban del lugar
de mi niñez, sino porque lo hacían con una gran alegría, sin darme más
explicaciones que breves y confusas frases en las que aparecían palabras como
piso, escuela y sueldo. Cuando ya lo hubimos metido todo en la furgoneta
mis padres se sentaron adelante, y yo me monté atrás, de espaldas a ellos, con
la mirada puesta en la hilera de cipreses que se alejaban más y más. Cuando
ya no los vi me puse a llorar esmorecido pero mis padres, acostumbrados a
mis rarezas apenas miraron atrás para hacer un gesto de fastidio.
     Mi vida cambió por completo y sobra decir, dado lo feliz que hasta ese
momento me sentía, que para peor. Nos fuimos a vivir a una habitación en una
casa de vecinos del Cerro del Águila. En realidad era mayor que nuestra chabola, pero
la presencia de la puerta siempre cerrada, el sonido de los vecinos de
arriba o de al lado, las indiscretas miradas de los de la casa de enfrente,
la sensación de que entre la casa y la calle mediaba un espacio

de comunión forzosa, producían en mí asfixia y enclaustramiento. Por otro lado
se acabaron las mañanas en los que los tres a una nos levantábamos y nos
íbamos a desayunar primero y al cementerio después. Ahora el primero en
levantarse era mi padre que salía por la puerta en plena madrugada y al que
no volvía a ver hasta bien entrada la tarde en que regresaba agobiado
y mosqueado, con la ropa salpicada de sangre. Mi madre, en cambio, ya no
volvió a levantarse temprano, a excepción de mis primeros días en el colegio,
y se quedaba todo el día metida en casa, durmiendo hasta bien entrada la
mañana, lavando las ropas de mi padre, cocinando la carne que él traía.
     Pero para mí el cambio más importante fue el colegio. Me molestaba
mucho la disciplina, el tener que entrar todos los días exactamente a la
misma hora, el tener que obedecer a alguien a quien no conocía de nada, el
permanecer sentado durante largas horas haciendo cosas que no me
gustaban. También me incomodaba el estar permanentemente rodeado de otros
niños, compartiendo pupitre, si bien la adaptación no fue muy brusca debido
a que, por mi atraso, me pusieron en una clase de niños más pequeños que yo,
los cuales me ignoraban como yo a ellos.
     Mi estancia en el colegio fue breve. El día que mi madre me llevó por
primera vez me dijo por el camino que me llevaban allí para que aprendiese
a leer y escribir; yo había llegado a desentrañar algunas palabras de las
lápidas a fuerza de preguntar, pero no conocía otras a parte de esas ni
tampoco las reglas por las que las letras conforman palabras, así que
cuando mi madre me dijo eso surgió en mí el deseo de poder llegar a leer
todas aquellas leyendas que yo miraba obstinadamente en los mármoles del
cementerio, y animado por esa ilusión me afané por aprender a leer y escribir,
más lo primero que lo segundo. Dado el interés que puse y el hecho de que
yo he nunca he sido persona torpe para las cosas del hablar y el entender,
no me costó mucho aprender a desentrañar los misteriosos signos de la
escritura. Al mismo tiempo aprendí eso que llamaban las cuatro reglas, cosa
que me pareció muy útil para llegar a manejar dinero. Pero mi frustración
vino cuando una vez asimiladas esas cosas me pasaron a un curso de niños
un año menor que yo, donde algunos tenían mi misma edad. Allí ya empezaron
con los mapas, y la historia, y multitud de cosas que apenas me interesaban,
sobre todo si me las contaba otra persona pues, desde que había aprendido
a leer, llegué a la convicción de que si uno quería conocer algo no tenía
más que leer en el libro donde se explicase. Además, mi primera semana entre
los mayores se saldaron con cinco peleas, una por cada día de aquella
semana; yo no toleraba bien las bromas ni las burlas así que a las primeras
de cambio me liaba a hostias y bocados con quien fuese. Recuerdo que a uno
le descolgué un trozo de pellejo del carrillo mientras la maestra me llamaba
bestia y animal.

     Estando así las cosas el director no dudó en expulsarme del colegio,
cosa que contrarió a mi madre, que dejó indiferente a mi padre y que me
devolvió parte de esa libertad que con la mudanza había perdido.

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