jueves, 8 de diciembre de 2011

XXX

     Mi madre hizo esfuerzos por meterme en otro colegio, pero con el curso
avanzado y con los precedentes por los cuales me habían echado del primero
hacían difícil que me volviesen a admitir en otro, por lo que acabó dándose
por vencida.
     A partir de ese momento comencé a vagar por la ciudad a mi libre
albedrío. Yo me sentía como un visitante recién llegado pues apenas había ido
a Sevilla tres veces en toda mi vida y siempre por el mismo camino: Bajando
por San Jerónimo hasta la Macarena y desde allí, por la calle San Luis hasta
el entorno de la Catedral, pero nunca me había dado por explorar los
alrededores, ni hacer caminos alternativos. Allí en el Cerro me
encontraba lejos de todo y muy especialmente del cementerio. Después de la
expulsión del colegio mi madre me tuvo atado en corto, pero pronto comprendió
que mi vigilancia le suponía un gran esfuerzo, sobre todo porque nunca perdí
mi hábito madrugador, y acabó por ceder como siempre hizo con todas las cosas
de la vida.

     Los primeros días de reestreno de esa libertad los empleaba en volver
al cementerio, pero me invadía una gran melancolía de pensar que poco a poco
me estaba convirtiendo en un forastero más, pues cuando llegaba hacía más de
dos horas que habían abierto, y cuando me tenía que volver aún lucía el sol
en todo lo alto y se me comían las tripas por dentro de pensar que no
volvería a pisar su suelo en plena noche y temía que cualquiera encontrase
mi túnel y lo destruyera, o peor aún, que lo usase para invadir aquella
ciudad que yo me había creído en el derecho de heredar.
     A todo esto se le sumó un problema imprevisto y era que mi padre, quizás
empujado por el ejemplo de sus compañeros, vecinos y paisanos, empezó a darse
a la bebida y acabó convirtiéndose en un tirano como no lo había sido nunca.
Es cierto que tenía un carácter muy suyo, que jamás se sabía lo que estaba pensando o lo que tenía decidido hacer, pero ello casi nunca se traducía en castigos o peleas, sino
en una especie de apática indiferencia que por momentos tenía algún destello
de cariño. De pronto comenzó a parecerle mal que yo me fuese por la mañana
temprano y regresase a las seis de la tarde. Yo me rebelaba ante ese repentino
interés por poner normas, cosa que además me sorprendía, pues siempre me dio
toda la libertad que necesité.
     Como yo me creía en el derecho de defender mi libertad y él se había
concienciado mucho en imponerme su voluntad pasamos de las riñas a la bofetada
y de ésta a la paliza inmisericorde. La primera se produjo al día siguiente
de una discusión por el mismo motivo y que yo no creí tan trascendente.
Cuando volví me estaba esperando en la ventana del descansillo pero yo, que
retornaba con la conciencia tranquila, no me apercibí de ello y apenas
traspuse la puerta del umbral cuando vi que se me echó encima. Nunca olvidaré
los ojos con los que me miró aquella vez: Era como si otra persona se hubiese
metido en el interior de mi padre y me mirase como a un desconocido peligroso.
Me agarró por el cuello de la camiseta y comenzó a subirme por las estrechas
escaleras de nuestro bloque. Yo intentaba resistirme desconocedor hasta ese
momento de la fuerza de un adulto, pero él me arrastraba e impedía que pudiese
poner los pies en tierra. Cuando entramos en casa mi madre estaba seria y
callada, con los ojos húmedos de haber llorado, y ante mi mirada de súplica
no respondió con el más mínimo gesto, dejando que mi padre me arrastrase
hasta el interior del dormitorio donde persianas, ventanas y cortinas estaban
cerradas. Me empujó sobre la cama y cerró la puerta. Yo me quedé paralizado
por el miedo; si al menos hubiese sido mi padre habría tenido la posibilidad
de dirigirme a él de alguna manera, pero la persona que se interponía entre
la puerta y yo era un extraño del que pronto iba a conocer el sabor de sus
golpes. Viendo que yo no me movía se acercó con decisión a mí y me largó
una bofetada que me giró bruscamente la cabeza. Yo la bajé como aceptando mi
error, pero él no buscaba eso en mí, quería dañarme y que yo fuese consciente
de ese daño. Con su mano izquierda me agarró el flequillo y volvió a largarme
otra bofetada, pero yo seguí sin responder. Me ardía la cara, pero sentía
una mezcla de indignación y miedo que me impedía reaccionar, siquiera para
echarme a llorar y provocar su lástima. Esta incapacidad mía para implorar
debió interpretarla como arrogancia o desafío y entonces comenzó a darme
hostias sin parar. Al principio bofetadas secas que giraban mi cabeza de un
lado a otro, y retumbaban en mis oídos, pero como viese que seguía sin llorar
se aflojó la correa y empezó a darme latigazos. Los tres primeros me los dió
en la cara haciéndome unas marcas que me durarían durante algunos días, pero
después, más por instinto que por decisión alguna, me eché a rodar por el
suelo y me hice un ovillo protegiéndome la cara con las manos y disponiéndome
a aguantar el chaparrón, que no fue corto ni mucho menos. No sé si me daría
cuarenta o cincuenta o sesenta correazos. Sólo sé que paró más por la asfixia
que le suponía la mezcla ejercicio físico con los vapores del vino que por compasión.

     Resoplando volvió a ponerse la correa y salió de la habitación dejando
la puerta abierta. Desde allí podía ver a mi madre que aún permanecía en la
misma postura de antes. después de estar un rato así se levantó, se fue para
la cocina y siguió haciendo sus cosas como si nada hubiese pasado. Yo no
volví a salir de mi habitación hasta el día siguiente por la mañana.

     

No hay comentarios:

Publicar un comentario