domingo, 4 de diciembre de 2011

XXVII

     Se le ve frecuentemente cruzar el Puente Triana en dirección a Sevilla
y el Puente de San Telmo en dirección a Los Remedios. Su estampa es
inconfundible: Lleva zapatos gastados, pantalón y casaca militar, porta en
su brazo izquierdo un viejo estuche de limpiabotas de madera y avanza con
pasos pesados pero decididos. Su fisonomía es de las que no se olvidan: Rostro
ancho y redondo, pelo crespo negro con entradas, cejas espesas, ojos
rasgados y escondidos por sus altos pómulos, carrillos redondos, bigote
mexicano, rostro macerado por el sol, cutis abrupto...
     En sus tiempos fue legionario y de aquella época guarda el viejo
atuendo, su trato difícil, su tendencia a la agresividad, miles de anécdotas
y el altivo paso del que pasa de la adolescencia a la edad adulta convencido
de que se es el novio de la Muerte. Pero aquellos tiempos pasaron. Ahora es
un limpiabotas, pero no como otro cualquiera.

     Tradicionalmente en Sevilla la profesión de limpiabotas no era
considerada humillante. Es cierto que nunca se iba a encontrar a un rico de
rodillas limpiando zapatos, pero el que ejercía era tratado como un
profesional más, no como alguien al que se le permite por compasión realizar
un trabajo a cambio de limosna, sino como el que presta un servicio necesario
en una sociedad como la española donde durante tantos siglos la ociosidad
y la evitación del trabajo manual han sido sinónimos de hidalguía. El
limpiabotas era un ser sencillo, afable en el trato, sabedor de los gestos
y las palabras por las que se muestra el respeto, conocedor de más aspectos
de la vida de los que se podrían deducir de su estrecha labor.
     Para ser limpiabotas había que nacer, no porque en los genes vayan las
habilidades necesarias para untar cremas y sacar brillos, sino porque dentro
de la familia se consideraba una marca de identidad, y el padre legaba al
hijo la posibilidad de ejercer dicha profesión, de lo que se derivaba que
el limpiabotas acababa siendo un individuo con una impronta muy personal,
con un carácter muy marcado, casi, casi un arquetipo.
     Pero él no es así. Es rudo y pendenciero, se le da mal demostrar
simpatía o mano izquierda para conseguir clientes, se da a la bebida desde
tempranas horas de la mañana hasta altas horas de la madrugada, la gente lo
han visto discutir con chavales de botellón, sacar a relucir hojas afiladas
en mitad de una calle concurrida, vaciar de un manotazo una mesa entera de
vasos en el paseo de Colón que han ido a estrellarse al paseo de marqués de
Contadero donde la gente extrañada ha intentado averiguar de donde podían
proceder, gritar a plena voz consignas de guerra y acabar en la casa de
socorro con la cara ensangrentada.
     Han pasado muchos años desde que, siendo aún un niño, aprendiese el
oficio de su padre; Sevilla  ha cambiado mucho desde entonces. Ya nadie
sale a la calle sin limpiarse los zapatos en su propia casa, cada vez se
viste menos calzado que precise de lustre, y su profesión ha pasado a
convertirse en una manera encubierta de mendicidad y él, que ha sido
legionario, temerario amante de la Muerte, se resiste a tolerar el
desprecio del ciudadano de clase media del estado de derecho democrático...
Ahora es un arma de combate que se oxida en el trajín de la vida civil, ha
pasado de ser un pilar sobre el que se sustenta la unidad de una nación
a ser un marginado dentro de la sociedad que la alberga, un ser incómodo
y peligroso que todos evitan.

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