jueves, 3 de noviembre de 2011

IV

     Por el barrio de Santa Cruz camina un pobre.
     Su altura es heredera de la buena planta que debió tener de joven, su
rostro sufre los efectos corrientes que la gravedad produce tras dejarse
sentir durante casi siete décadas, pero aún conserva la sonrisa fácil, esa
que acaba alterando la fisonomía de la faz para allanar su salida.
     Viste con aparente normalidad, de manera sencilla, mediocre a lo sumo,
pero suficientemente apañado como para conservar la dignidad. La pobreza
no se lleva por fuera, sino por dentro: En los bolsillos sin monedas, en el
estómago vacío, en los calzoncillos rotos y los calcetines agujereados.
     No todo el que es pobre está tirado en una esquina apestando a vinos
y meados. Los hay que después de haber cumplido los dos primeros tercios
de su existencia han podido vivir con dignidad, incluso con cierto desahogo,
pero no han tenido tiempo ni medios para adelantarse a la edad y proveer
recursos que les facilite la vida en la vejez. Y por eso caminan errabundos,
entrando sólo en aquellos bares en los que tras lustros de fidelidad, le fían
alguna copa.
     Allí se aposta en algún rincón de su predilección. Suele pasar que en
determinados bares y tabernas algunos parroquianos conservan cierto derecho
a determinadas parcelas de la barra. A él le gusta ponerse al final del todo,
junto a la entrada a los servicios, como si fuera consciente de que por el
gasto que hace le conviene no estorbar. Durante horas mata el hambre bebiendo
espaciadamente sus cervezas, charlando con el primero que se pone a tiro,
generalmente otro parroquiano, hasta que llega esa hora de la tarde en que
se sale del paso con una leche manchada y un pastel, el más barato y grande
posible, que al fin y al cabo ya va para viejo, si es que no lo es ya, y cada
vez necesita menos comer.

     Si se pega al parroquiano habitual encuentra la comprensión de quien lo
conoce desde hace años y le invita de vez en cuando a una copa; pero favores
se pagan con favores y a veces el otro dispone de menos dinero que él, de
modo que en ocasiones le toca invitar. En cambio, si el sablazo va destinado
a un cliente no habitual, se puede llegar a sacar la invitación sin tenerla
que devolver en el futuro, pues aún en la mala suerte de que se lo vuelva a
encontrar, siempre cabe el disimulo de salir por la otra puerta o la de
saludar cordial pero apresuradamente y posponer la ocasión del reencuentro de
manera indefinida.
     A pesar de su penosa situación, es hombre culto. Siempre vivió del amor
al arte, y cuando ese amor le permitió tener ingresos regulares su vida fue
cómoda y regalada, y cuando no, encantadoramente bohemia. Como la juventud es
menos deudora de apoyos económicos siempre se vio capaz de engatusar a la
mujer de oído sensible, a la guiri en busca de emociones ibéricas, a la señora
decidida, por una vez en su vida, a irse a la cama con un hombre que no le
hubiese gustado nada a su padre.
     De aquella época todavía conserva la mayor parte de su estatura, la sonrisa
franca y contagiosa, el recuerdo de miles de momentos, la memoria de cientos
de versos, propios y ajenos, y la verbalidad barroca de saberlos declamar. De
esa manera, a esa mujer porque la seduce, a aquel hombre porque le cae bien,
a esa pareja porque les hace reír, a aquel joven porque le enseña algo con
sus doctas palabras, a ese forastero porque le regala unos instantes de
sevillanía, a aquel incauto porque le piílla en un descuido, va sumando una
copa tras otra, un día tras otro, y así va saliendo del paso de tener que
saltar sin red para mantenerse vivo.
     Tarde o temprano sus mecenas se van, el hambre se pasa empujado por la
borrachera, que siempre es más generosa en estómago vacío, los bares cierran,
y él emprende el camino en dirección a la plaza de la Alianza, continúa por
la Alcazaba, sale a la Plaza del Triunfo, admira por milésima vez la mole
gigantesca de la Catedral y la donosa estampa de la Giralda, tuerce por Santo
Tomás, baja por Miguel Mañara, traspone el Arquillo de la Plata, cruza hacia
el Postigo del Carbón, dirige una última mirada a la Torre de la Plata antes
de girar hacia Temprado, y tras andar unas cuantas decenas de pasos entra en
un viejo edificio.
     Domus Pauperum, Scala Coeli.

     

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