domingo, 13 de noviembre de 2011

XIV

     
El cementerio de San Fernando es una anticiudad. En Sevilla, cada día
centenares de miles de vivos ejercen como tal: Se levantan, se van al trabajo,
retornan a sus casas, comen, follan y duermen, es decir, viven. De vez en
cuando, como algo inesperado, una enfermedad o un accidente se lleva a
alguien por delante. Todavía durante unas horas permanecerá  allí, lo velarán,
le harán misas, pero tarde o temprano cogerán el camino sin retorno a San
Jerónimo.
     En el cementerio en cambio sucede lo mismo, pero a la inversa. Cada día
centenares de miles de muertos ejercen como tal: Son enterrados, sacados,
metidos en osarios, quemados, es decir, mueren. Porque morir no es sólo el
breve instante de perder la vida sino esa otra vida de putrefacción, recuerdo
y olvido que sucede a la primera. De vez en cuando, también como algo
imprevisto, entra un cortejo, o algún visitante, o los empleados que entran
por la mañana y se van por la tarde, pero al caer la noche acabarán por
desaparecer.
     Así se quedan en la ciudad de los vivos, los vivos, y en la ciudad de los
muertos, los muertos. Allí ellos vivirán en sus espléndidos palacios
céntricamente situados, aquí morirán en sus fastuosos panteones en las
calles principales, allí morarán en sus casas señoriales, aquí yacerán en
sus blancas tumbas de suelo, allí dormirán en sus bloques de viviendas,
aquí descansarán en los nichos. Allí verán pasar los días, unos tras otros,
a los pies de la Giganta, aquí reposarán sus restos, bajo el crucificante abrazo
del Cristo de las Mieles.
     Es curioso que todavía por entonces yo no tuviese mucha conciencia de
estar vivo. Vivía, eso era algo obvio, pues necesitaba comer, dormir y cagar,
pero hasta que no fui mayor no tuve la conciencia de que entre el bando de los
vivos y el de los muertos yo pertenecía al primero. Digamos que yo me sentía
como un ser intermedio. Tenía de los vivos las necesidades perentorias, la
facultad de poderme mover y la obligación de salir del cementerio al toque de
cierre. Pero compartía con los muertos el hecho de que no trataba apenas con
los vivos y de que jamás me movía de allí.

     Estas reflexiones me asaltaron por primera vez siendo yo muy pequeño
y despertaron en mi la curiosidad de conocer esa ciudad a las afueras de la
cual llevaba algunos años viviendo y de la que no conocía más que la lejana
silueta de los bloques de vivienda más cercanos. Así que una mañana, en un
descuido de mis padres salí andando por ese camino del que yo veía venir
diariamente los cortejos fúnebres. Anduve errático durante horas, absorto por
la curiosidad. Lo primero que me llamó la atención fue precisamente la enorme
similitud de ambas ciudades, aparte la diferencia de tamaño. Allí, en el fijo
asentamiento de los muertos había lugares para los vivos. Aquí, en el lugar
de los vivos podían encontrarse, a las traseras de las iglesias y conventos
pequeños cementerios, como si determinadas personas vivas estuviesen
obligadas a vivir entre los muertos, como era mi caso, y determinados muertos
se tuvieran que conformar con descansar entre los vivos, como era el caso de
estos. Por lo demás Sevilla tenía edificios imponentes de piedra, casas
bonitas y encaladas y bloques feúchos de ladrillo y hormigón. En los primeros
todo el mundo sabía quien vivía o trabaja, del mismo modo que en el cementerio
la gente reconoce las tumbas más celebres y fastuosas, mientras que en los
últimos sólo se esquivaba el anonimato con las señas de los buzones, de igual
manera que en los nichos más pobres hay que afinar la vista para desentrañar
entre los rips y depas el nombre o las circunstancias del finado.
     Mientras retornaba camino de San Lázaro andaba pensando cuán poco me
había gustado la ciudad. Me agradaban los colores de las paredes, el verdor
de los parques y paseos, tan parecidos a los de San Fernando, pero me
disgustaba el mal olor de la basura y los tubos de escapes, el desorden de
sus calles laberínticas, el sinsentido de la gente caminando de un lado para
otro y echaba en falta la fragancia de las flores, las calles ordenadas,
la apacible tranquilidad que se respiraba entre los largos muros encalados.
Del mismo modo que muchos de esos muertos enterrados en fosas envidiarían
los pasos  de los transeúntes sobre las plazas bajo las cuales reposaban,
yo deseaba permanecer entre aquellos que yo consideraba, si no mis iguales,
sí mis semejantes.
     Así que al día siguiente me fui a la parte más alejada de la puerta
principal, allí donde entierran en nichos a los últimos que van llegando, y
en un rincón junto a la pared empecé a escarbar un túnel. Me llevó varios
días hacerlo pues solo contaba con una piqueta que pude robar en un descuido
a los enterradores, y por ser el lugar de reposo de los muertos más recientes
era una zona muy visitada. Además tenía que taparlo continuamente para evitar
sospechas de los guardas, para lo cual me hice de dos tapas de alcantarilla
que coloqué en cada boca del túnel. Ni desde fuera ni desde dentro podían
sospechar nada y yo conseguí por fin un lugar de paso entre la ciudad de los
vivos y la de los muertos.
      

No hay comentarios:

Publicar un comentario