jueves, 10 de noviembre de 2011

XI

     La gente que pasea por la calle suele reparar en aquellas personas que
más les llama la atención, ya sea por la indumentaria, por los gestos o
por la manera de conducirse. Pero también existen personas que encierran
tras su apariencia, aparentemente normal, historias más excéntricas.
     Hay un hombre, no muy mayor, acaso de cincuenta y pico años que suele
vagar por Sevilla enmascarado en la cuasi normalidad. De estatura recortada,
mediana para su edad, complexión normal tirando a sobrepeso, cabeza grande
y cuello pequeño. Su indumentaria es una de las responsables de esa apariencia
de normalidad, pues no hay en ella nada que desentone con más oscuros, con
camisas de un color que de otro, con jersey más fino o más grueso, nunca
muy limpio, nunca especialmente sucio.
     Cuando se le mira de cerca se comprueba que sigue poseyendo en el rostro
la jovialidad de quien por todos los medios ha intentado esquivar la vida y
que, pasado sobradamente el ecuador de su existencia, podría comenzar a
sentirse satisfecho si no fuese porque precisamente los últimos años son los
más difíciles, y los más decisivos para el juicio que de ella nos hagamos,
como le advirtiese el sabio Solón a Creso, rey de Lidia. En su rostro de
cutis aún fino, de facciones poco marcadas por la gravedad, la preocupación,
o el esfuerzo, destaca su mirada noble y trasparente, y sus dientes totalmente
cariados a fuerza de no privarse del azúcar.
     Camina con pasos anárquicos por la Avenida de la Constitución, o por
la calle San Jacinto, o por la Casa de la Moneda, y ello es así porque nunca
lleva prisa, porque se gana la vida pidiendo directamente a los transeúntes,
no se sabe bien si por su franca inocencia o por su asumida incapacidad para
despertar lástima por el aspecto. Es cierto, cuando ya ha juntado lo poco
que necesita para salir del paso, deja la labor recaudatoria para el día
siguiente, entra en el supermercado más cercano para comprar la más santa de
todas las bebidas y se tumba tranquilamente a bebérsela, a dejarse inundar
de la ufanidad del alcohol bien tomado, el que transforma esos grados etílicos
fermentados a partir del azúcar en dulces momentos de sonrisa gratuita.
     Una hora más tarde, cuando ya ha dado cuenta del cartón de brick, se le
ve amodorrado, tirado en el suelo cuan largo o corto es, con la pancita
asomando por su camisa desatacada, durmiendo el sueño de los justos, de los
que jamás hacen daño a nadie, de los que no causan más molestia que pedir
unas monedas para poder alquilar una parcelita de felicidad.
     Un buen rato después se despertará  con hambre, se pondrá  de pie, volver 
a esgrimir su sonrisa de niño consentido para pedir algunos euros con los que
poder comprar algo que llevarse a la boca, y así dejar  pasar la tarde,
tranquilo de haber hecho lo que tenía que hacer, vencedor un día más de la
dura batalla de estar toda la vida sin pegar un palo al agua, de renunciar
a reconocimiento, a sueños, a lujos, a trampas y deudas por no ceder al
chantaje adulto de tener que hacer algo desagradable para obtener aquello
a lo que se cree tener derecho. Nunca riñe con nadie, intenta hablar con el
primero con el que se cruza, le expone sin empacho que él nació en Algeciras,
que nunca ha trabajado en nada, que de siempre ha ido de un sitio a otro sin
más pensamiento que conseguir lo necesario para el minuto siguiente.
     Cae la noche. Al contrario que otros vagabundos de difícil carácter, el
siempre tiene algún sitio donde quedarse, alguien que se ha apiadado de él
y no le molesta cuando lo ve dormir en el hueco de su escalera, o alguna
institución benéfica que lo protege como a cualquier otro niño incapaz de
defenderse en el mundo de los mayores, y lo alimenta y lo viste, o algún
compañero de fatigas con el que se turna para conseguir lo imprescindible
para vivir, que de todas esas maneras y de muchas más se sobrevive en la
calle.
     Al día siguiente amanece, y algo de ese brillo esperanzador de los
primeros destellos solares se quedan atrapados en los ojos risueños de un
vagabundo de cincuenta y pico años que se pasea por Sevilla pidiendo dinero
a todo el que pasa por su lado.

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