viernes, 23 de diciembre de 2011

XL

     De todos modos esa situación no iba a durar mucho. Por lo visto mi madre,
que siempre fué muy reservada para las cosas de los médicos, llevaba meses
quejándose en secreto de un extraño dolor que padecía en la barriga. Yo ya
observé más de una vez que en los momentos en que mi padre le pegaba ella
solía agarrarse el vientre como si se le fuese a descolgar, cosa que yo
siempre atribuí a un tic cualquiera como el que yo tenía de agarrarme la
mandíbula con la mano izquierda en las mismas circunstancias.
     Fuese lo que fuese lo que le provocaba ese dolor, lo cierto es que ella
empezó a sentir cierta hinchazón en el abdomen, pero no una hinchazón general,
sino una producida por algo duro que crecía en su interior. Empezó a vomitar
con mucha frecuencia, a llevarse más de un golpe extra por parte de mi padre
que pensaba que ello no era más que una excusa para no servirle la comida;
apenas lo aplacaba preparándosela yo.
     Un día comenzó a vomitar en mitad de la noche y mi padre, bien fuese
porque se acostase sereno o porque en ese momento se dio cuenta de la realidad,
se levantó totalmente nervioso, tartamudeando como un niño pequeño al que
asustan con el momo, me despertó para malexplicarme lo que pasaba y se fue a
la calle en busca de un médico. Cuando entré en la habitación pude ver que
todo estaba manchado de sangre; La manta, la colcha, el suelo, el camisón...
     La incorporé para lavarla: La pobre me sonrió como avergonzada de lo
que le pasaba y en ese momento decidí que mataría a mi padre antes de verle
poner la mano encima de nuevo, amenaza que no cumplí pues ya no tuvo ocasión
de volver a hacerlo. Empecé a cambiarla, me daba apuro que el médico la viese
así. La desnudé con los ojos semicerrados, pugnando entre la curiosidad
juvenil de conocer las cosas y el respeto debido a una madre. Cambié las
sábanas sin levantarla de la cama, fregué el suelo varias veces hasta quitarle
ese olor tan parecido a las ropas del matadero de mi padre, y eché colonia
hasta que vi a mi madre toser.
     Me senté en el sofá  a esperar a mi padre, y al apoyar las cabeza entre
las manos me di cuenta de que estaba llorando desmorecío, como si mis ojos ya
supiesen lo que iba a pasar.
     Mi padre no apareció hasta las siete de la mañana. Él que era hombre tan
simple y de tan pocos recursos, no había sabido ir a buscar un médico que
la pudiera visitar, y se había dedicado a pasar la noche bebiendo y llorando
en esos bares de taxistas que no cierran durante las madrugadas. Cuando llegó
venía con un médico joven, de unos treinta y pocos años, apestando como una
bodega sucia, y con el mismo tartamudeo con el que se fue.

     A los pocos minutos vi salir al médico corriendo en busca de un teléfono.
Mi madre estaba en trance de morirse y era preciso buscar ayuda. A partir de
ese momento mi padre desapareció de sí mismo, se convirtió en un ser alelado
y esquivo que no abría la boca ni para decir ni que sí ni que no. Yo entré en
la habitación, a medias por la obligación de acompañar a mi madre, y a medias
por querer ver llegar a La Muerte a mi propia casa. Con el médico llegaron
un par de vecinas con las que mi madre tenía alguna relación, y ante todos
ella dejó bien claro que no quería que la moviesen de allí, y a pesar
de los razonamientos del médico que la quería persuadir de que podía
recuperarse ella alzó la voz por primera vez en su vida para decir que no
se la llevasen. Decía que ella había nacido en su cama y que quería morir
en su cama, que si la Virgen hubiese querido que ella muriese en un hospital
la habría mandado llamar de alguna manera. La pobre estaba harta de vivir.
     A pesar de todo tardó dos días en morirse. Mi padre pidió permiso en el
trabajo y, cumpliendo la que sería última voluntad de mi madre, viajó hasta
el pueblo para traerse a sus dos hermanas. De alguna manera se sentía
desbordado por la situación y creía que era el momento de dejar las cosas en
manos de la familia de ella.
     Cuando las vi aparecer, con sus largas faldas grises, sus pañuelos en la
cabeza, sus rostros alargados por la gravedad, creí por un momento que esas
dos mujeres venían de parte de la Muerte para llevársela de allí. Se creó un
ambiente como de velatorio durante esas últimas horas. Mi padre sentado en
un rincón del sofá, sin hablar con nadie, yo siendo requerido y expulsado por
las mujeres que parecían copar el acceso a la habitación, las vecinas
turnándose para visitarla, para ver con sus propios ojos si era verdad que
estaba tan mal, mis tías disponiéndolo todo como si dedicasen profesionalmente
a ello.
     En los momentos de menor afluencia, a veces durante la madrugada, yo
entraba en la alcoba para asegurarme de que seguía allí, de que en ese arresto
domiciliario no había desaparecido su cuerpo, y la veía tumbada,
desfalleciente, con el rostro balido y ojeroso, y musitando "Ay virgencita
mía, qué fatigas", "Ay Madre del Carmen, llévame contigo", "Ay qué cosita más
mala Dios mío de mi alma". Mis tías le vieron un bulto morado que se extendía
por el vientre, pero ni dijeron ni hicieron nada.
     El día que murió vino el cura por la mañana a untarle el aceite. Nunca
encontraría a una persona más asertiva que mi madre. Durante toda esa mañana
no hacía más que pedir de beber, pero lo poco que ingería lo volvía a echar,
hasta que decidió pasar sed para ver si acababa antes con todo. Constantemente
le pedía a mis tías que la fuesen desabrigando, que le descubriesen el pecho,
mientras elevaba una voz ronca y abdominal en la que, a la vez que un hondo
suspiro, decía "Qué fatiga más grande".
     Pasadas las cuatro de la tarde dejó de responder, cerró los ojos, y se
mantuvo inmóvil como una piedra. Sólo se veía el sube y baja de su pecho
semidesnudo respirando rítmicamente. Yo estaba sentado en mi cama, mirando las
caprichosas formas del suelo de terrazo, cuando sentí un escalofrío que me
heló la piel. Me levante tembloroso y fui a la habitación creyendo que mi
madre había muerto, y al poco de entrar comenzó a respirar más aceleradamente.
Mi padre se asomó al quicio, mis tías se acercaron a ella, yo le cogí una mano
porque quería que su último latido fuese para mí, y de repente dejó de
respirar. Una de mis tías entró en el cuarto de baño, trajo un pequeño
espejo y se lo colocó bajo la nariz. Estaba muerta.
     A partir de ese momento todo se revolucionó. Mis tías nos echaron a mi
padre y a mí, él se fue a la taberna, yo me quedé sentado en la puerta.
Entraron y salieron las vecinas, vino el carpintero a medirla y a las dos
horas apareció con la caja de pino. Cuando la volví a ver tenía la piel tan
pálida como la cera, y con el rostro tan cambiado que no parecía ella. De no
ser porque había estado guardando la puerta hubiese dicho que esa no era mi
madre.
     Entre una de mis tías y yo la colocamos en el ataúd, pero al alzarla
cayó por debajo de las ropas un caldo marrón y sanguinolento, probablemente
el contenido de sus tripas que se vaciaba por detr s, y yo rompí a llorar de
pura vergüenza. La pusimos en la caja, sobre unos veladores de encaje blanco,
y junto a ella dos velas grandes que había traido una vecina y que pusimos en
el aparador, donde también colocamos una cruz que mis tías mandaron traer de
la parroquia. La luz titilante de las velas en la penumbra, el olor extraño
que venía de la caja, las sillas de distintas casas puestas en fila, todo ello
causaba una impresión de tristeza tal que se hubiese llorado igual de ser un
bautismo que un funeral.
     Yo estuve velándola toda la noche, más por celo de guardarla de los vivos
que de los demonios, y junto a mí sólo estuvieron mis tías y una vecina, que
se fue a las ocho de la mañana para llevar a sus hijos al colegio. A eso de
las nueve apareció el cura y con él nos fuimos a la iglesia. Mi padre tenía
una tajá como un piano y mis tías se lo recriminaron, pero yo salí en defensa
suya. Lo odiaba como no lo había odiado nunca, pero no quería que el último
momento en que estuviésemos juntos fuese una discusión. La caja la llevamos
entre dos vecinos, mi padre y yo, y la colocamos en un carro con mula que los
jefes de mi padre habían mandado. En él ya sólo nos montamos nosotros dos
y mis dos tías.

     Nunca olvidaré la llegada al cementerio. Hacía un día esplendoroso, esos
de Noviembre que parecen primavera fugaz. A pesar de ser mediodía la
casualidad había querido que no hubiese casi nadie apenas de las tres viejas
que entran o salen en todo momento y las de los puestos de flores. Mi padre
paró la mula justo en la misma puerta, como si se acordase de los años en que
ambos compartieron la mendicidad allí, una época en que no teníamos ni para
comer, pero en la que jamás le vi levantarle la mano. Nos bajamos del carro,
mi padre agarrando a la mula por la brida junto a uno de los enterradores,
nosotros detrás.
     La de veces que yo había recorrido ese mismo camino de San Hermenegildo
con la vista puesta en el Cristo de las Mieles, la última de ellas sólo cinco
días atrás, siempre con la ufanidad de sentirme respaldado por la larga
hilera de cipreses. Ahora sólo quería que todo acabase cuanto antes, saber
a dónde iba a ir a parar mi madre. Torcimos a la derecha y andamos un poco
hasta llegar a los primeros nichos. En mitad de una de las calles esperaba
el otro enterrador con un andamio.
     Ambos apartaron suavemente a mi padre que pretendía ayudar. Cogieron la
caja como el que coge un saco, la elevaron hasta el andamio y desde allí
lo introdujeron en el nicho. Al introducir el ataúd se levantó una pequeña
polvareda y una araña grande escapó del hueco. Palaustre en mano ambos
comenzaron a taparlo, pusieron unos cuantos ladrillos de canto sostenidos por
la mezcla hasta casi cegarlo. Después empezaron a tapar los tres laterales
que aún dejaban ver la oscuridad del interior. Cuando ya lo hubieron hecho
todos respiramos como dando por finalizado el asunto, y nos volvimos mientras
ellos terminaban de enfoscar la pared. Mi padre repartió un par de billetes
entre los dos hombres, nos sentamos en el carro y volvimos a casa en total
silencio.
     Hacía el día más bonito que yo había visto nunca.