martes, 1 de noviembre de 2011

II

     A mí me trajeron al mundo hará ahora como sesenta años.
     Mi padre era de las Navas de la Concepción, mi madre de Guadalcanal.
Ambos se conocieron durante la Guerra. Mi abuelo materno trabajaba de
enterrador, pero como en pueblos tan pequeños al oficio de la muerte se hace
esporádico el ayuntamiento lo tenía como hombre para todo, y lo mismo hacía
de cartero que de albañil, de porteador que de taxista. a pesar de lo cual
la gente lo conocía como "el enterraor" y a mi madre, por tanto, como "la
hija del enterraor".
 Mi padre en cambio había heredado el más dulce apodo de "el pastor",
debido a que cuidaba el rebaño de cabras que mi abuelo dejo en sus manos
una vez le hubo llegado la vejez.
     Cuando el Movimiento, hubo revuelo por aquella zona. Sevilla había caído
en los primeros días y el ejercito nacional había tomado la Ruta de la Plata
de camino a Madrid. Mi abuelo, aconsejado por sus amigos falangistas del
ayuntamiento, se incorporó a la tropa de Yagüe en calidad de conductor. Por
lo visto de trataba sólo de alargar a los soldados hasta Extremadura donde se
librarían las primeras batallas. Casi un mes más tarde, cayó Mérida, y mi
abuela y mi madre ya se ilusionaban pensando que mi abuelo estaría de vuelta
en esa misma semana. Días más tarde caería Badajoz y a principios del mes
siguiente Talavera, pero mi abuelo seguía sin aparecer.
     Mi madre no podía desempeñar todas las tareas que normalmente desarrollaba
mi abuelo pero tomó sobre sí la responsabilidad de abrir y cerrar el
cementerio. Cierto día de Marzo, a la caída de la tarde, llegó mi madre
para cerrar la verja y se encontró el rebaño de mi padre: Docenas de cabras en
la penumbra del ocaso paciendo los verdes jaramagos del camposanto. Las
bestias habían dado con el único retazo de verdor del pueblo que había
sobrevivido al paso de los animales y mi padre no había tenido reparos en
acompañarlas hasta allí. Mi madre entró investida de la autoridad de ser la
hija del enterrador pero una vez dentro debió percibir que sólo era una mujer
en un lugar solitario, en un pueblo pequeño que momentáneamente se había
quedado casi sin hombres, y tembló frente a la sudorosa estampa de mi padre
quien, escoltado por las cabras de mirada torcida y animado por el silencio
de los únicos testigos posibles, avanzó hacia mi madre, la tumbó sobre una
fría lápida, le levanto la falda y le bajó las bragas. Paralizada ante la
imagen de ese desconocido que se bajaba los pantalones y mostraba su
membruda verga al aire de la noche, mi madre sólo tuvo fuerzas para mirar
al cielo y rezarle a la Virgen del Carmen, dejándose montar dócilmente.
     Pasaron los meses y mi abuelo seguía sin aparecer y el ayuntamiento, que
a pesar de estar media España en guerra pretendía recobrar la normalidad,
contrató a otro hombre para que lo sustituyera. Cuando mi madre vio de nuevo
la sudorosa estampa del desconocido con el uniforme con el que tantas veces
vio a mi abuelo sintió un escalofrío paralizante que le blanqueó el rostro
y le mojó las bragas. Mi padre se le aproximó, me arrebató de sus brazos
para depositarme en el suelo y, a pesar de mis llantos de bebé, volvió
a abusar de mi madre. Tras aquel episodio mis padres fueron a donde el cura
para que los casase y desde ese momento vivieron juntos en la portería del
cementerio.
     Mientras duró la Guerra no se notó mucho la escasez por allí. Las
Tropas iban y venían desde Sevilla hacia otras partes de la España Nacional
y algo de ese trajín se quedaba en el pueblo en forma de dinero. Pero con
la victoria de Franco comenzó la dura posguerra. A mi padre se le murieron
las cabras por no se qué enfermedad africana, y como el trabajo del
ayuntamiento no daba ni para pasar hambre decidieron seguir el camino de
otros vecinos y emigraron a la capital. Malvendieron lo poco que les quedaba,
cogieron la mula y por el camino del Río llegaron a Sevilla.
     Nada más entrar en la ciudad mis padres se asentaron provisionalmente en
unos descampados entre el monasterio de San Jerónimo y el cementerio de San
Fernando. Mi padre que no tenía más experiencia que como pastor y enterrador
creía que acabarían contratándolo para algo, lo que motivó que ya no nos
volviésemos a mover de allí durante años.





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