sábado, 10 de diciembre de 2011

XXXII

   
  La Campana, el centro neurálgico de Sevilla. Calle con aspecto de plaza,
modesto Picadilly, diminuto Time Square de provincias... A ella vienen a
parar la Plaza del Duque, que es la de El Corte Inglés viejo, Velazquez-
Tetuán, una de las calles más caras de España, la universal Sierpes, y otras
cinco calles más que forman parte de ese reducido sistema que permite acceder
y evacuar el centro en automóvil. En la propia Campana el aire está  tan
cortado y recortado por las esquinas de las bocacalles que los edificios que
en ella se alzan parecen más la excepción que la regla. En ellos se asientan
las grandes multinacionales de la comida rápida.
     Nadie sabe con certeza desde cuando hace eso. Algunos lo conocen como el
hombre de Solana, en recuerdo de una tienda de ropa que hace años que ya no
está  allí. Es alto, en torno al metro ochenta, y además enhiesto y con
porte, más cuando está  parado que cuando se pone en movimiento, como si ese no
fuese en absoluto su estado natural. Con el paso de los años no se curva su
espalda pero va creciendo su panza, a pesar de lo cual, la primera impresión
que da es la de un hombre delgado, recio y robusto, pero no excesivamente
ancho ni mucho menos fofo. Su rostro, que guarda cierta similitud con el de
Roman Polansky, es de gesto duro, y su fijeza en los ojos, en el mirar por
encima de la gente, le confiere una expresión temible.
     Todos los días llega al caer la tarde. En invierno algo más temprano, en
verano algo más tarde, probablemente más por el cambio de horario que porque
eluda los calores vespertinos. En invierno viste pantalón oscuro, zapatos
negros, chaqueta gris oscura y algo raída los días más suaves, parca de lana
verde, també‚n oscura y ocasionalmente bufanda, los más duros, y una mascota
rematando su severa fisonomía. Cuando las calores viste pantalón celeste de
mil rayas y cubana color crudo; también porta la mascota pero se suele
descubrir cuando lo sudores bullen. Desde hace tres o cuatro años suma a su
indumentaria un bastón castaño lacado, sin más adorno que un anillo dorado
algunos centímetros por debajo de la empuñadura.
     Desde que llega hasta que se va no hace otra cosa. Se queda plantado,
muy recto, cambiando a veces de apoyo en los pies, pero sin dejarse caer nunca
en la pared a la que está  prácticamente pegado. Mantiene su mirada fija,
invariablemente fija, en el edificio de McDonald´s, y sólo se le ve ese
movimiento rítmico de la pierna sin moverse del sitio, como hacemos todos
cuando aguardamos una cola demasiado larga o permanecemos de pie atentos a
algo. Las manos atrás frecuentemente, cada vez más a menudo apoyando la
izquierda en el bastón. No mira hacia los lados, no silba, no escucha la radio,
no habla con nadie, no parece ver a los que pasan por delante suya, no pasea
siquiera brevemente, no parece pensar, sólo observar. Cuando alguien se dirige
a él, alguna ama de casa que viene de las compras del corte inglés y se para
a pedir hora para saber si llega tarde, algún paisano o forastero que va de
camino de la Encarnación pero aún no la atisba en la lejanía, él responde de
forma breve y correcta, como persona educada a la que no obstante le molesta
la intromisión.
     Cuesta mucho verlo aparecer y desaparecer. Se sabe que en torno a las
siete o así ya está  allí plantado, y que nunca le coge la hora de la cena en
la calle. Pero el momento exacto  en que se para allí cuesta percibirlo en
un sitio de tanto tránsito como la Campana, y sólo se repara en él cuando
ya ha llegado a su puesto, y precisamente por eso, porque en mitad del
trasiego de estudiantes y oficinistas, de visitantes y vagabundos, de niños,
jóvenes, no tan jóvenes y ancianos él llama la atención por permanecer quieto
en una calle donde no estar en movimiento parece una imposibilidad física.
Todo lo más se le ha visto ir por Trajano en dirección Campana o por Amor de
Dios o Feria en dirección Macarena.

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