lunes, 31 de octubre de 2011

I

     Son las dos de la mañana, han sonado las campanas de alguna iglesia, han
sonado dos campanas, y por eso son las dos de la mañana. 
     Tú las has escuchado, una después de otra, por eso sabes que son las dos de la mañana. Has estado durmiendo, pero te has despertado sudando, porque aunque sean las dos de la
madrugada es agosto y hace mucho calor. Has ido andando por el Paseo de las
Delicias, has llegado hasta el Palacio de San Telmo y allí me viste a mí,
y a los que son como yo, espectros de una noche solitaria que aprovechamos
la soledad de las calles para asaltar al noctívago, sí, estábamos todos,
Daoiz y Bartolomé de las Casas, y Murillo, y Arias Montano, y todos los demás y
me has visto a mí con mi chambergo echado hacia atrás, con un ahogado en
brazos al que sabes que voy a dar sepultura, porque los muertos no pueden
estar con los vivos, ni los vivos con los muertos, y te hemos gritado entre
todos que hay algunos que van a por ti, y aunque hayas rondado desde siempre
el hogar de los muertos, en el fondo de ti hay un calor húmedo, una
electricidad punzante, un mórbido tictac que te apremia a correr, a huir de
ellos, porque sabes que van a por ti, que van a perseguirte hasta darte
muerte. Y has creído que por salir corriendo ibas a ponerte a salvo, y has
cruzado los jardines del Cristina, y has pasado junto a la Torre del Oro y
has cruzado la ancha calzada del Paseo de Colón, donde uno de ellos ya ha
intentado matarte de un atropello, y el pito del coche se ha deshecho como
una bandada de palomas para decirte que huyeses, que no estabas a salvo, que
hay personas que caminan por la ciudad en busca de otros humanos para darles
muerte y enterrarlos para siempre, y has salido corriendo en dirección a la
Torre de la Plata, y te has quedado dudando en el Postigo del Carbón, y has
mirado al frente y a la izquierda, y has tirado por aquí, y te has metido en
los jardines y aquí me has vuelto a ver, enhiesto y oscuro, con mi chambergo
echado hacia atrás, con el náufrago a punto de ser sepultado por mis negras
manos de bronce, y yo te digo que he mandado a alguien para matarte, yo te
digo que te voy a matar si tú no matas para mí, porque yo iba un día por la
calle de la Muerte, la de la maldita Susona, y me encontré‚ un cortejo fúnebre
en cuyo ataúd reposaba mi cuerpo mortecino, y nadie se dirigió a mí pero supe que la Muerte venía a por mi persona, que ese era el gran aviso, y entonces
comprendí que yo debía enterrar a la gente para que yo no fuese enterrado, y
entonces yo, el peor de los hombres, dejé‚ de vivir la vida y comencé a
prepararme para la muerte, y junté‚ toda mi fortuna, y fundé la Hermandad de la
Caridad, y convencí a los prohombres de la ciudad para que me secundaran, y me
siguieron Pedro Falconete, y Bernardo Simón de Pineda, y Pedro Roldán, y
Bartolomé Esteban Murillo, y Juan de Valdés Leal y levanté una iglesia del
color de un gran sudario, y dispuse un retablo donde se sepultaba al mismísimo
Dios, y puse frente a frente las eternas verdades de las Postrimerías, In Ictu
Oculi, ni más, ni menos, Finis Gloriae Mundi, un féretro con un paño negro y
cuatro velas rojas, esa es la muerte, esa es la vida, la que acaba en un abrir
y cerrar de ojos, in ictu oculi, y tu estás escuchando lo que yo te digo, y yo
te digo que viene alguien, sí, hay alguien que viene a por ti, ha girado la
esquina del Postigo del Carbón, y viene hacia aquí, pronto estarás bajo la
tierra, quieras o no quieras, in ictu oculi, pero aún puedes adelantarte y
matarlo tú a él, tienes que matarlo, o eres tú o es él, anda hacia él, pero
no le mires a la cara, no te cruces con él, deja que pase por tu lado, agarra
el cuchillo, aprieta fuerte el mango, pasa junto a él, estás pasando junto
a él, y te das la vuelta, y le lanzas un cuchillazo al cuello, le has dado
en todo el pescuezo, como a un animal, y él se echa las manos a la garganta,
cae mucha sangre, intenta gritar pero la sangre le ahoga, se le va el resuello,
intenta correr a trompicones, pero tu lo agarras por el pelo y lo tiras hacia
atrás, y lo zamarreas, y lo tiras al suelo y te quedas con los mechones de
pelo sangrantes en la mano, le has arrancado el cuero cabelludo, y le pisas
la cabeza contra el suelo, y ves como caen algunos dientes, blancos y
sangrantes al mismo tiempo, y lo golpeas una vez tras otra, y él repta por
el suelo, intenta huir en vano, él se arrastra por el suelo sangrando como
un animal, y tú estás indemne de pie a su lado, aún dudas un instante pero
le clavas el cuchillo en la espalda, el se curva hacia atrás de dolor, y tu
lo vuelves a clavar, y otra vez, y otra, y otra, y sale mucha sangre, pero
a ti te gusta clavarle el cuchillo, sentir la hoja abriéndose paso entre la
ropa y la carne, y él cada vez se mueve menos, cada vez más lentamente,
y ya no se mueve, se queda quieto en el suelo, ya no hace nada cuando le
clavas el cuchillo otras dos veces, y entonces comprendes que o era él o era
yo, y entonces me doy cuenta de que he matado a un viejo que llegaba muy de
noche al asilo, y está  todo lleno de sangre, y tengo que llevármelo de aquí,
he de arrastrarlo hacia los jardines, y esconderlo entre los arbustos, o era
él o era yo, lo he matado, todo está lleno de sangre, pero yo lo escondo entre
los arbustos y me voy de aquí, porque nadie me ha visto y he de irme antes de
que aparezca alguien. Hace calor, hace calor.

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