martes, 8 de noviembre de 2011

IX

     Puede resultar extraño, pero aquellos que pasaron entre que nos
asentamos allí y que mi padre empezó a beber fueron los únicos años felices
de mi vida.
     Me levantaba al alba con mis padres y me asomaba a la puerta de la
chabola; vivíamos donde el resto de la gente no se atreve a vivir, rodeados
de los desechos y escombros que ellos ya no quieren. Sobre la fealdad de aquel
descampado ardiente y pestilente en verano, húmedo y musgoso en invierno, se
alzaba el larguísimo muro enjalbegado y sobre él la interminable fila de
cipreses. En mitad de aquella suciedad el cementerio se me presentaba como
un ajardinado edén al que deseaba ir cada mañana y retornar cada tarde.

     Con algo de lo que guardaban del día anterior mis padres se tomaban un
café en el bar de enfrente y me pagaban a mí una tostada de manteca de lomo.
Cierto día un hombre que estaba allí departiendo con ellos se dirigió
a mí con cariño y mofa y me susurró que aquella manteca la hacían cada noche
con el unto de los muertos que se enterraban por la mañana, tras lo cual
soltó una estentórea carcajada. Recuerdo que esa perspectiva no me desagradó
en absoluto, antes incluso tuve un sentimiento extraño que provocó en mí
una erección primero y una extraña culpabilidad después. Desde aquel día
me aficioné a espurgar las pelotitas de carne de la tostada y las iba
dejando para el final, momento en que las masticaba solemnemente. Recuerdo
que durante muchas semanas se siguió repitiendo ese sentimiento morboso de
la primera vez.
     En el cementerio yo era uno más. La gente que lo visitaba con frecuencia
me veía a mí como podían ver al que estaba en la casetilla con los cubos y
escaleras, a los que acompañaban los cortejos para proceder al enterramiento
o los gatos que vivían de la caza nocturna de ratas y ratones. Si no me
trataban con cariño era por mi talante huraño y esquivo. Nunca me ha gustado
el trato con la gente. Cuando se dirigían a mí no sabía que hacer y decir,
me sentía incómodo por ver que me miraban o me tocaban, y en cuanto los
pillaba en un descuido salía corriendo a perderme entre los setos.
     A mí lo que me gustaba era mirar. Me sentaba en la rotonda de entrada
junto a mis padres hasta que llegase alguien que me llamase la atención. Lo
mismo podía ser un largo cortejo fúnebre de coche reluciente y coronas
floridas que el reducido séquito de unos familiares que venían a sacar a un
muerto para meterlo en el osario o alguna mujer joven con flores para su
prometido caído en la guerra. En ese momento yo salía andando detrás, siempre
desde la distancia, como los felinos que saben que de la compañía humana
pueden sacar algún despojo alimenticio o el capó caliente de un coche recién
aparcado.
     Fue así como aprendí la gran variedad de caras que muestra la muerte,
y el amplio repertorio de sentimientos y reacciones que despierta en la gente.

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